King Gizzard & the Lizard Wizard y «Phantom Island»: La orquesta de las psicodelias
Es difícil seguirle el ritmo a cabalidad a una banda tan ridículamente PROLÍFICA como el hiperactivo sexteto australiano King Gizzard & The Lizard Wizard. Un ensamble que llegó a lanzar 5 discos (!) en un mismo año en la década pasada, hoy nos entrega «Phantom Island«, vigésimo séptimo álbum de estudio, concebido como secuela conceptual de «Flight B741 «(2024).
Si «Flight B741» era un alegre disco de boogie y/o blues rock que exploraba el concepto del colapso global y viajes aeronáuticos, «Phantom Island» retoma esas mismas inquietudes temáticas, pero las lleva a nuevas sonoridades. Grabado en paralelo a «Flight B741», este trabajo funciona casi como el “lado B” reflexivo y orquestado de aquel proyecto: donde el anterior tenía desenfado y una suerte de alma fiestera, aquí se adopta un tono más sereno y contemplativo.
La historia implícita parece continuar el viaje: del vuelo turbulento pasamos al aterrizaje en una “isla fantasma” y a una travesía que trasciende la atmósfera terrestre. De hecho, Stu Mackenzie ha confirmado que estas canciones nacieron junto a las de «Flight B741», pero requerían otro tipo de energía y color para completarse. Ese color provino de una orquesta sinfónica, inspirada por la experiencia de la banda tocando en el Hollywood Bowl con la Filarmónica de Los Ángeles en 2023.
Así, King Gizzard se lanzó a un experimento sin precedentes en su catálogo: «Phantom Island» es rock psicodélico con un filtro de orquesta de cámara, una suerte de fusión de jam band caótica con arreglos meticulosamente compuestos que conserva el sello gizzardiano en todo momento.
En este universo nada es lo que parece a simple vista. El álbum se presenta casi como un musical psicodélico, con un ciclo de canciones conectadas por el tema del viaje y la soledad existencial, con escenarios que van desde una isla onírica hasta el espacio exterior.
Hablemos de los arreglos de cámara. King Gizzard había coqueteado antes con la timbrística sinfónica en su música –recordemos el uso de flauta traversa de Mackenzie en varias piezas anteriores, o los mellotron y saxos que pueblan álbumes previos– pero aquí dan un salto decidido al integrar bronces, maderas y cuerdas en su paleta sonora.
El compositor británico Chad Kelly fue convocado para escribir arreglos orquestales detallados que luego fueron colocas en overdubs sobre las tomas originales de la banda. Sorprendentemente, estas canciones no fueron compuestas pensando de antemano en la orquesta; nacieron de los acostumbrados jams libres de la banda, con sus estructuras improvisadas y grooves psicodélicos, y después recibieron el “barniz” sinfónico en posproducción.
Esto podría haber resultado en un menjunje disparejo, pero en gran medida el experimento funciona gracias al carácter camaleónico de los arreglos de Kelly y a la habilidad de los australianos para adaptar su caos musical a nuevas texturas. La mezcla final –realizada en grabadoras análogas de 8 pistas para dar calidez orgánica– logra que por momentos sintamos verdaderamente a la banda y la orquesta tocando juntos en la misma sala.
La narrativa de Phantom Island, más que lineal, es temática: cada canción es una viñeta de aislamiento y búsqueda introspectiva, un viaje distinto (astronauta, náufrago, camionero en carretera, etc.) dentro de un mismo universo conceptual interconectado. El resultado es un álbum altamente atmosférico que se puede “leer” como una odisea psicodélica o simplemente disfrutar como un paisaje sonoro cinematográfico, según el nivel de inmersión del oyente.
Una escucha atenta es requerida, sin lugar a dudas. ¡Son tan solo 47 minutos de música!
Una revisión caótica para un disco caótico
Abrimos con la pieza homónima de apertura, la que nos indica desde los primeros segundos el talante del disco. Ella nos sitúa de inmediato en un sueño febril con tintes de funk setentero –bronces incluidos– que pronto deriva en un mini opereta rock. El tono psicodélico y liviano contrasta con letras que insinúan confusión mental y búsqueda de propósito.
A lo largo del disco, la banda equilibra esta psicodelia pastoral –pasajes de flauta, guitarra acústica y cuerdas con texturas sinfónicas exuberantes y un lirismo existencial. Por ejemplo, “Lonely Cosmos” inicia con arpegios de cuerdas entrelazados con flauta, para luego despejarse en una íntima sección acústica: es el momento en que el protagonista “parte hacia el cosmos” y se enfrenta a la soledad prolongada del espacio. La pregunta “Are we alone in this cosmic effigy?”, resuena antes de resolverse en un melancólico respiro folk –“I’m inhaling stardust” canta Mackenzie–, mostrando al oyente la dualidad constante del álbum entre la ansiedad cósmica y la belleza contemplativa de la exploración.
De manera similar, “Spacesick” sigue a un náufrago del espacio que ya sueña con volver a casa, mientras “Aerodynamic” pinta la escena de un marinero afrontando sus últimos momentos a la deriva en el mar, en medio de un arreglo donde el bajo de Lucas Harwood se enrosca alrededor de las cuerdas con tal fluidez que cuesta imaginar la banda sin la orquesta, donde el rock y la música de cámara se funden a la perfección.
“Sea of Doubt” coquetea con el country estadounidense sureño, aunque sus letras aborden la incertidumbre y la necesidad de apoyo emocional en medio de la ansiedad. Esta yuxtaposición entre música y mensaje produce momentos de sincera ternura inesperada –“Here comes a friend for me to lean on”, canta Stu con falsete–, una dulzura casi ingenua que sorprende viniendo de la misma banda que hace poco destilaba el thrash metal de «PetroDragonic Apocalypses; or, Dawn of Eternal Night: An Annihilation of Planet Earth and the Beginning of Merciless Damnation» (2023)
El diálogo entre el rock y la orquesta genera tensión y magia a partes iguales. Cuando la fusión acierta, las chispas creativas son electrizantes: “Deadstick”, por ejemplo, arranca con un rock’n’roll de tintes soul y acaba estallando en vida gracias a unos bronces que nos meten de lleno en una especie de BSO de algún multiverso perdido.
«Silent Spirit» es tan increíble que suena como algo que pudiese haber salido de la mente de un genio como Stevie Wonder. Por su parte, «Grow Wings and Fly» es una suerte de prima de la ya mencionada, con un tempo más rápido, y más de esa sinfonía funky que en papel suena como un auténtico coñazo, pero en nuestros oídos se revela como un combo demoledor.
“Panpsych” abre con un solo de flauta sobre guitarra antes de decantar en un groove delicioso, demostrando cómo la orquesta puede realzar la faceta más funky-psicodélica del grupo. Incluso en piezas más directas como “Eternal Return”, los riffs garajeros y los saxofones conviven con elegantes arreglos de cuerda y coros, creando un sonido panorámico de 360 grados que enfatiza la temática cíclica de la canción.
Solo King Gizzard
A estas alturas, la versatilidad camaleónica de King Gizzard no sorprende –hablamos de una banda que en 2023 lanzó un álbum de thrash conceptual sobre el apocalipsis climático como es el ya mencionado «PetroDragonic» (no voy a volver a escribir ese título completo 😆) y a los pocos meses después, otro de electrónica progresiva experimental, como lo fue «The Silver Cord». Este último fue uno de nuestros discos destacados de 2023, como puedes leer acá.
«Phantom Island» se suma a esa tradición de metamorfosis estilística, explorando un territorio que curiosamente el grupo no había abordado hasta ahora: el rock sinfónico orquestal, sin caer en el barroquismo de otros discos más laureados de la época más prolífica del prog rock – a ti te hablo «Time and a Word» -. Un disco peculiar y muy interesante, proveniente de una de las bandas más inesperadas de la década de 2010.






