Autor, máster y distribución: El destino de tu música

Hace unos días, hacíamos eco en nuestras redes sociales sobre el incombustible Ian Anderson, quien declaró que no le gustaría que la inteligencia artificial usara su música para crear nuevos discos de Jethro Tull; por lo que no estaba interesado en vender su catálogo a nadie, y prefería que su hijo -quien lleva el management- siguiera con el legado cuando él ya no esté.

Esto contrasta con los miembros de Genesis, Tony Banks, Mike Rutherford y Phil Collins, los que vendieron todo su catálogo músical en 2022 por 300 millones de dólares, incluyendo sus carreras solistas, todos los derechos incluidos.

¿Qué tienen en común estas dos situaciones? Que ambas giran en torno a como la música se utiliza con consentimiento, sobre la propiedad de la misma y a tres grandes pilares legales: los derechos de autor, los derechos sobre los másteres (grabaciones originales) y los derechos de distribución.

Detrás de las canciones y discos que amamos existe un entramado histórico y legal que determina quién controla la música, quién puede explotarla comercialmente, y cómo los avances tecnológicos (como la IA) desafían esas reglas.

¿Cuanto vale la música?

Los seres humanos crean arte y cultura desde tiempos inmemoriales. Pinturas rupestres, esculturas griegas, sinfonías; la creación artística es tan antigua como la humanidad misma.

Sin embargo, la idea de “poseer” legalmente una obra cultural es relativamente nueva. Durante siglos, las creaciones culturales se consideraban parte del patrimonio común, ya que podían admirarse, reinterpretarse o compartirse libremente, y solo se apuntaba de manera verbal o escrita al creador original. No fue sino hasta el siglo XVIII cuando surgieron las primeras leyes formales de copyright, tales como el Estatuto de la Reina Ana de 1710 en Inglaterra, y si vamos más al fondo, en el caso de países como Estados Unidos, la propia Constitución menciona la protección de la propiedad intelectual.

Aun así, las leyes modernas de derechos de autor tal como las conocemos, no terminaron de tomar forma hasta bien entrado el siglo XX. En teoría, el propósito de estas leyes era “promover el progreso de las artes” otorgando a los creadores un monopolio temporal sobre sus obras, para que pudieran beneficiarse económicamente de ellas. En la práctica, como veremos, esas leyes se diseñaron tomando prestado el modelo de la propiedad industrial (patentes, marcas, máquinas, etc.), con resultados a veces cuestionables.

Las leyes de patentes e inventos existían desde hacía mucho tiempo y estaban bastante afinadas, ya que un objeto creado con un propósito es mucho más fácil de valorar. Bajo esas normas, un inventor registra un invento útil y original, obtiene el derecho exclusivo a explotarlo comercialmente durante un período relativamente corto, y después ese invento pasa al dominio público para beneficio de la sociedad. Además, las patentes tienen criterios claros, donde no puedes patentar algo que ya existe, ni algo que no tenga utilidad, ni una idea demasiado abstracta. Todo debe ser concreto, novedoso y útil, y la recompensa para el inventor es esa exclusividad temporal que le permite amortizar su inversión.

El problema vino al intentar aplicar esos mismos principios a creaciones culturales como canciones, libros o pinturas. ¿Qué utilidad objetiva tiene una obra de arte? ¿Cómo determinas si una canción es “suficientemente original” para merecer derechos?

La creatividad artística siempre se ha nutrido de obras previas, donde existen estilos preconcebidos, acordes, formas de tocar un instrumento y un largo etcétera. Como podrás notar, todo esto es difícil de encasillar o delimitar, por lo que al copiar la estructura de la ley de patentes sin esos criterios objetivos, la ley de derechos de autor resultó ser mucho más difusa.

Esto ha llevado a situaciones desconocidas para el público, como intentos de registrar secuencias de acordes musicales o incluso palabras y letras del abecedario; todo esto son situaciones que rara vez ocurren las patentes industriales.

¿Por qué esta ley de derechos de autor se hizo de forma tan difusa? Una respuesta cínica es que se hizo así intencionalmente para beneficiar a quienes distribuían la cultura, más que a quienes la creaban.

En otras palabras, el negocio de la cultura no estaba tanto en componer una canción o escribir un libro, sino en publicarlo, copiarlo y venderlo. Y quienes impulsaron la legislación querían asegurarse de que ese negocio tuviera candados y privilegios a su favor.

Y acá podemos ver algunas diferencias. En la propiedad industrial la exclusividad suele durar unos 20 años. En cambio, en derechos de autor se optó por plazos muchísimo mayores, típicamente toda la vida del autor, 50 años después del lanzamiento del trabajo.

Eso significa que una canción o disco puede estar “con candado” durante cerca de medio siglo o más. No solo eso, ya que cada vez que grandes corporaciones han visto acercarse la fecha de expiración de sus joyas, han presionado para alargar aún más esos plazos.

Y si, a veces se celebran los 50° aniversario con relanzamientos fisicos solamente para renovar estos derechos.

Un caso emblemático reciente sobre estas materias es el de Mickey Mouse, el famoso personaje de Disney que tenía protección por copyright hasta mediados de los 70′, y quien es el gran responsable que existan las leyes de propiedad intelectual a bienes culturales. Cuando se acercaba el momento en que todo Mickey pasaría al dominio público, en 1976 el Congreso de EE.UU. extendió los términos de la ley (fue la reforma que puso la regla de vida + 50 años en EE.UU.) y evitó que Disney perdiera a su ratón insignia. A finales de los 90′ sucedió de nuevo, cuando se aprobó la Sonny Bono Copyright Term Extension Act, apodada justamente “Ley de Protección de Mickey Mouse”, que extendió el plazo a vida + 70 años (o 95 años desde publicación para obras corporativas)

Esto congeló la entrada de obras al dominio público por 20 años adicionales, asegurando que Mickey y muchas otras creaciones siguieran siendo propiedad exclusiva de las compañías dueñas. En todo caso, controlar este tipo de cosas no son fáciles, ya que hemos visto como la versión original de Mickey de 1928 (esa en blanco y negro) cayó en dominio público en 2024, tras expirar incluso esa extensión; pero Disney aún posee las versiones posteriores del personaje y marcas registradas que seguirá defendiendo.

El que tiene el derecho, tiene el poder

Hasta ahora hemos hablado en general de los derechos de la música, pero es crucial definir los tres grandes tipos principales de derechos en una canción grabada. De estos se pueden desprender otros derechos subyacentes según el tipo de contrato que llegue el artista con el sello discográfico, o como se establezcan las pautas del juego.

Derechos de autor, es decir, la creación pura de la música y letra en abstracto.

Derechos del máster, el cual es la grabación sonora específica de esa canción, el archivo de audio primordial del cual se hacen las copias para venta o streaming.

Derechos de distribución, que corresponde al control del canal por donde la música llega al público, como Spotify o Apple Music.

Con toda esta información, puedes notar que una canción o disco puede tener dos dueños distintos, esto es, uno con el derecho de autor y otro con el derecho del master de grabación.

En la práctica, esto significó establecer una suerte de monopolios legales, ya que solo una empresa (la que tuviera la licencia o derechos) podía poseer, copiar, vender o difundir una obra. El creador, irónicamente, muchas veces quedaba fuera de esa ecuación, más allá del reconocimiento moral.

Te lo ejemplificaremos con dos situaciones modernas que ocurren hoy en dia con los músicos emergentes.

Ruben graba un disco para un sello internacional

Para ilustrarlo, imaginemos a un músico emergente de progresivo llamado Ruben, que gana algún tipo de concurso como The Voice o algún clon televisivo de aquellos, para que su disco sea lanzado por todo lo alto por un sello discográfico de renombre internacional, con publicidad en redes sociales y posición algoritmica pagada en redes sociales como TikTok, donde muchísima gente joven descubre música nueva.

Ruben se sienta en su casa con su guitarra y compone una canción nueva, y en ese instante, el es automáticamente el autor y dueño de los derechos de autor de la composición (salvo que hubiera acordado compartirlos con alguien). Hasta aquí, la obra es solo una idea, una partitura o demo.

Ahora bien, Ruben va a un estudio a grabar la canción para mezclarla de forma profesional y lanzarla al público. En la grabación pueden participar otros músicos de sesión, un productor que da indicaciones, un ingeniero que mezcla, y una discográfica que financia todo el proceso (paga el estudio, a los técnicos, etc.). El resultado final es un máster de grabación, la versión definitiva de la canción tal como la escucharán los fans en un disco o en Spotify.

¿Quién es el dueño de ese máster? Pues no únicamente Ruben. Legalmente, todos los que participaron tienen algún derecho sobre la grabación. En la práctica, los contratos discográficos establecen que el sello discográfico será el propietario o al menos el titular exclusivo de los derechos de explotación de ese máster. Después de todo, la compañia puede decir“nosotros pusimos el dinero, los recursos y el marketing, así que nos quedamos con el máster. Al artista típicamente se le reconoce como intérprete principal y se le pagan regalías por las ventas o reproducciones, pero no se le da la propiedad de la grabación.

Esto puede sonar contraintuitivo. Muchos pensarían “La canción es de Ruben ¿cómo no va a ser suya la grabación?”. Pero es que son activos diferentes. Una cosa es componer la canción (eso sí es de Ruben) y otra fabricar el producto (el disco o archivo de audio) a partir de esa composición.

Ruben graba un disco en su estudio casero

Imaginemos ahora que Rubén no ha ganado ningún concurso ni nada parecido, si no que lo hace todo en su home studio con un software de producción como Logic Pro. En ese caso, él mismo toca cada instrumento, programa baterías, mezcla y masteriza. En ese escenario, el archivo de audio primordial sale directamente de su computador, sin inversión ajena ni contrato discográfico de por medio. Por tanto, Rubén se convierte automáticamente en productor de su propia obra, es decir, dueño absoluto del máster. Nadie puede explotar esa grabación sin su permiso, salvo que él mismo lo otorgue más adelante por escrito.

Aunque grabe en casa, Rubén podría invitar a un par de amigos a añadir un solo de guitarra o unas voces de apoyo. Esos intérpretes tienen derechos “conexos” por su ejecución ( la ley les reconoce cierta participación en la grabación) pero, en la práctica, lo habitual es que cobren un pago por sesión y firmen un documento donde ceden cualquier reclamación sobre el máster. Sin ese papel, podrían reclamar un pequeño porcentaje de los ingresos futuros si la canción despega, así que conviene dejarlo de aquella forma.

Llegado el momento de publicar, Rubén quiere que su música se escuche en Spotify, Apple Music o Deezer, pero se encuentra con que estos no reciben archivos directos de artistas individuales. Para poner su tema en las plataformas necesita un distribuidor digital de los que hay varios hoy en dia, tales como DistroKid, TuneCore, CD Baby, etc.

El contrato con estos agregadores suele ser una licencia no exclusiva. Rubén conserva la propiedad del máster y autoriza al distribuidor a entregarlo a los servicios de streaming a cambio de una cuota fija o un porcentaje reducido de las regalías. El dinero de las reproducciones pasa del servicio al distribuidor y, tras descontar su comisión, llega a la cuenta de Rubén.

Si prefiere mantener aún más control y vender directamente a sus fans, puede subir el álbum a plataformas como Bandcamp. Allí define el precio, ofrece descargas en FLAC/WAV e incluso vende copias físicas o merchandising. Bandcamp únicamente se queda con una comisión de cada venta y, de nuevo, el archivo de audio primordial máster sigue siendo suyo.

Los derechos de autor de la composición tampoco se gestionan solos. Para no perder ingresos, Rubén debería inscribir sus obras en la sociedad de autores de su país, y, si aspira a sonar en radios o a recibir regalías mecánicas de Spotify, quizá contratar un servicio editorial que recaude en su nombre en todos los territorios. Nada de eso afecta a la propiedad del máster, pero asegura que cobre por la canción como obra intelectual.

¿Y como lo hacían nuestros héroes clásicos de la música?

Aunque te cueste creerlo, son muy pocos los artistas de música popular dueños de sus másters, ya que pertenecen a las discográficas. Los contratos surgidos en los 60′, 70′, 80′ y 90′ lo especificaban claramente.

Incluso si el artista retenía técnicamente la propiedad del máster, a menudo firmaba que cedía en exclusiva los derechos de copia, distribución y venta a la compañía por un periodo extremadamente largo (a veces 50 años o más). Es decir, aunque en papel figurara que el máster es del artista, este no podía hacer nada sin el permiso del sello, que tenía los derechos de explotación.

Esto, en efectos prácticos es que el sello manda, y el artista obedece.

¿Y por qué es tan importante este archivo de audio primordial o en su época cinta de máster? Porque es la fuente de la que emanan todas las copias. Si pensamos en la canción como dinero, es como la máquina que imprime los billetes. Quien controla el máster (recordemos, donde se encuentra la canción grabada profesionalmente) decide cuándo se publica dicha pieza, en qué formatos, dónde se vende o se incluye (bandas sonoras, anuncios, etc.), y cobra una tajada cada vez que esa grabación genera ingresos (ventas de vinilo, CDs, reproducciones digitales, licencias para películas y comerciales, etc.).

Mientras tanto, el autor de la composición cobra también cuando corresponde, como por ejemplo, vía sociedades de gestión de derechos de autor cada vez que la canción suena en radio o en Spotify, o cuando otro artista hace un cover. Pero si no es dueño del máster, no puede, por ejemplo, autorizar él mismo una nueva edición del álbum, o subir la canción a YouTube por su cuenta, o decidir remasterizarla; todo eso lo hará la empresa que posea el máster, y no tiene ni que avisarle al creador original.

Como se aplica esto al mundo de la música

La venta del catálogo de Genesis en 2022 que mencionamos al inicio es un ejemplo perfecto para ilustrarlo. En ese acuerdo, la compañía Concord Music Group adquirió tanto los derechos de publicación (autor) como los derechos de las grabaciones de toda la música de Genesis y de las carreras solistas de Phil Collins, Tony Banks y Mike Rutherford. ¿Pero, qué significa esto en la práctica?

Que ahora Concord es la que recibe los royalties cada vez que suenan o se venden esas canciones, y es Concord quien puede decidir sobre futuras reediciones, compilatorios, uso en películas, redes sociales, etc., siempre en coordinación con los sellos que originalmente distribuían la música (Warner Music y BMG). Los miembros de Genesis, a cambio, recibieron 300 millones de dólares por ceder ese control. Básicamente, “vendieron la máquina de imprimir billetes” a cambio de un gran pago único.

Por ello, cuando escuchamos que tal artista “no posee sus canciones” o que “X lucha por sus másters”, significa que esa persona escribió la canción (derecho de autor), pero no controla la grabación ni su explotación comercial. Es lo que marcó practicamente toda la carrera de Tool, como te lo comentamos acá

Lo de Genesis, es una venta voluntaria, pero en la industria hay casos estremecedores en contra de la voluntad de los creadores. Se estima, por ejemplo, que The Beatles no llegaron a quedarse ni con el 1% de las ganancias que generó su música en los 60′, donde más del 99% fue a parar a manos de representantes, sellos discográficos y distribuidoras. De hecho, Paul McCartney y John Lennon no vieron ni un centavo de sus regalías como compositores durante casi 50 años, por lo que sus canciones estaban en manos de editoras y empresarios que explotaron ese catálogo hasta recientemente, cuando McCartney emprendió una batalla legal para recuperarlas.

Otro ejemplo lo tenemos en Michael Jackson, quien en el apogeo de su carrera, tenía un contrato tan restrictivo que no podía ni usar su propio nombre o voz en apariciones externas sin permiso de su discográfica. Cuando Jackson puso la voz (hablada) en un episodio de Los Simpson en 1991, tuvo que hacerlo bajo seudónimo y no le permitieron cantar sus propias canciones en el programa; en las partes cantadas usaron a un imitador, porque legalmente Michael no podía cantar como Michael fuera de su sello.

Prince, por su parte, llegó a pintarse slave (esclavo) en la cara y a cambiar su nombre por un símbolo impronunciable, en protesta porque Warner Bros. Records era dueña de sus másters y hasta del nombre artístico “Prince”. Otros que plantaron cara ante estas injusticias fueron Elvis Presley (cuyos derechos manejaba el coronel Parker y la RCA) y The Rolling Stones, que en sus primeros años tampoco eran dueños de sus canciones.

Volviendo al rock progresivo, tambien tenemos el célebre caso de Robert Fripp y King Crimson. El catálogo de Crimson pertenecía a EG Records e Island Record, dos pequeñas discográficas británicas. Con los años, ambas empresas quebraron y fueron absorbidas por Universal Music Group (UMG). Fripp luchó contra ese gigante para volver a tener los derechos de máster y distribución hasta 2012, cuando ganó todas las demandas, aunque Universal sigue reteniendo algunos derechos de distribución.

De hecho, asi Kanye West, sin preguntarle a Fripp, pudo obtener el sample de 21st Century Schizoid Man para su «Power», ya que él también está bajo el paraguas de UMG.

Ian Anderson y los discos creados con IA

«Estamos ad portas de nuevas discografías generadas por IA. Esto es imparable. Probablemente, dentro de poco tiempo veamos el nuevo disco de The Beatles creado de esta forma, y la gente lo va a terminar amando igual. El tema es que la IA podrá componer sinfonías en el estilo de Beethoven, pero no serán Beethoven. No tendrán el contexto humano, ni el dolor, ni la evolución personal detrás de la obra»

Mi hijo, quien es el que lleva todo el tema del management de la banda, me mostró un supuesto tema de Jethro Tull generado por IA que alguien hizo y lo colgó en YouTube. Me mostró la letra, y era horrible. No tenía poesía, no tenía arte. Era un Frankenstein”

Anderson reafirmó que no tiene intención de vender sus derechos de autor, ni de grabación, ni de composición, como ha pasado con otros colegas como Genesis. Prefiere que su legado artístico permanezca en la familia y sea gestionado con sensibilidad y fidelidad a su visión.

«Ian Anderson: No me gustaría que hubiera discos de Tull en el futuro generados por IA», noticia de ProgJazz, entrevista original de «Rock History Music»

Volvamos al tema que planteaba Ian Anderson, con la irrupción de la inteligencia artificial en la música. Esta es la actual gran revolución tecnológica en la música y, como las anteriores, viene con su dosis de temores y controversia, tal como te comentamos en este articulo.

Hoy en día ya existen IA capaces de componer canciones al estilo de artistas famosos, de imitar voces de cantantes, e incluso de generar “nuevas” obras combinando estilos, como hemos visto en recientes canales de YouTube que se dedican a ello.

Legalmente, hoy por hoy, si esa IA usa fragmentos de audio original de Jethro Tull, sería una infracción a los derechos de autor o de máster. Pero si simplemente compone una canción de cero imitando el estilo, entramos en terreno gris donde la discográfica perfectamente podría salirse con la suya.

No obstante, la línea es difusa. ¿y si la IA produce una melodía muy parecida a otra existente? ¿O si el resultado es tan similar a la “esencia” del artista que se percibe casi como obra derivada?. Son preguntas que aún no tienen respuesta en el público masivo, pero si Ian lo expresa, es porque sabe que vamos hacia allá.


Bibliografía: Genesis-news.com, Routenote: The Bizarre History of The Beatles Publishing Royalties – McCartney’s 50 Year Struggle To Regain His Rights, Canal de YouTube MusicRadarClan, Blog de Andrew Goutman, DGMLive.com

ProgJazz es un colectivo unido por la amistad nacido en 2007, y que busca difundir música sobre la base del rock progresivo, el jazz, la música de vanguardia y todos sus géneros asociados.

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