The Who y «Tommy»: La madre conceptual ha nacido

¿Qué hace «Tommy» en una página de música progresiva y jazz?, aham…
Cuando «Tommy» llegó a las tiendas en mayo de 1969, su ambición desbordante parecía resumir todo lo que el rock había aprendido hasta ese momento —y lo que anhelaba ser— en la década de los 70′. Es por ello que la historia de esta ópera rock se remonta, en realidad, a la gestación mismísima del llamado “álbum conceptual”.
Los amantes del prog solemos tomar como piedra de lanza de los trabajos conceptuales cosas como «Shine on Brightly» de Procol Harum (1967), «Sargent Pepper’s Lonely Hearts Club Band» (1968) o el mismo «In the Court of the Crimson King» (1969); pero si somos totalmente veraces, los antecedentes de discos que poseen un hilo conductor, ya sea narrativo, emocional, filosófico o estético, proceden de mucho antes: podemos incluir a Frank Sinatra con su adelantadísimo LP de «In the Wee Small Hours» (1955). En una época donde el single era el rey, acá el norteamericano hilaba canciones sobre la resaca emocional de las madrugadas solitarias en un solo larga duración que había que escuchar de rabo a cabo para comprenderlo. ¿Es este un disco conceptual?, pues claro, aunque sea de forma muy primitiva.
Ese niño ciego y sordomudo
A mediados de los sesenta, la idea de un LP unido por una narrativa evolucionó hacia narraciones completas con personajes y arcos dramáticos; «SF Sorrow» (1968) de The Pretty Things suele citarse como la primera “rock opera”. Si vamos a «Tommy», salido pocos meses despúes, Pete Townshend negó cualquier influencia, pero las similitudes —trauma bélico, protagonista alienado, final desencantado— son notorias y subrayan lo fértil que era esa atmósfera de “polinización cruzada” entre bandas amigas sesenteras, en fiestas cargadas de humo, drogas, alcohol y demos en casetes que pasaban de mano en mano.
Para 1966, The Who era una banda camino a la consagración, ya famosos por la rabia juvenil de “My Generation” y los destrozos de instrumentos sobre el escenario. Ellos veían cómo su fórmula de singles de tres minutos quedaba pequeña frente a la revolución sónica desatada por el recién mencionado Sargento Pimienta. Townshend, quien es una especie de genio musical muy infravalorado, inquieto y prolífico, había probado terrenos conceptuales en 1966 con «Quads», una realidad paralela donde los padres eligen el sexo de sus hijos: “I’m a Boy” y “Disguises” anticipan estos temas de identidad quebrada. Ese mismo año se lanzó “A Quick One”, suite de seis partes que demostró que el grupo podía sostener una mini‑trama en vinilo. Paralelamente, llegó «Rael» (no ese Rael), ensayo de ópera política inspirado en un viaje a Israel y su tensión con la China comunista —idea que acabó encapsulada en la canción “Rael” de «The Who Sell Out» (1967), pero cuya música resonaría para el próximo trabajo doble.
Mientras tanto, como muchos de sus colegas británicos de fines de los 60′, la brújula espiritual de Townshend daba un giro hacia la India. A través del artista Mike McInnerny —quien diseñaría el arte del venidero trabajo— descubrió las enseñanzas de Meher Baba, un gurú que llevaba cuarenta años en voto de silencio. ¿Qué mejor metáfora para un niño sordo, mudo y ciego que rompe sus cadenas sensoriales y se convierte en guía mesiánico?
La figura de Baba insufló al proyecto un trasfondo metafísico que Townshend, siempre elocuente en entrevistas, defendía con una pasión casi académica. Pero la abstracción espiritual necesitaba un ancla pop, un “gancho” de tres minutos que asegurase difusión radial: Aquí entra el crítico Nik Cohn, quien tras escuchar los primeros ensayos opinó que la historia era demasiado solemne, un tanto confusa y carente de humor. La respuesta surgió a dos cuadras de la oficina de Track Records, en el salón de juegos “Lot’s of Fun”. Allí, Townshend – Nik mediante, fanático de estos jueguitos – conoció la leyenda urbana de “Arfur”, una joven campeona adolescente de pinball que inspiró la reescritura de varias letras y dio vida a la inmortal “Pinball Wizard”. Este single, lanzado en marzo del 69′, allanó el terreno mediático, disipó temores sobre una temática demasiado centrada en un discapacitado -tabú para la época- y dotó a «Tommy» de esa chispa lúdica que equilibra su carga filosófica.
Un salvador
Este faraónico concepto comenzó a grabarse en septiembre del 68. Inicialmente, se planeó con una orquesta; y aunque la idea se abandonó, la estructura quedó trazada, con amplios silencios y arreglos contenidos que realzan la siempre caótica batería de Keith Moon y cada arabesco bajo de John Entwistle. Townshend confesó que pensaba añadir más guitarras, pero la prisa por cumplir plazos y ensayar la obra para los shows en vivo dejó la producción depurada hasta lo esencial. Esa sobriedad, paradójicamente, otorga al disco una textura atemporal; al contrario de discos como «Time and a Word» de Yes, que no han envejecido tan bien por el uso desmedido de la sinfónica.
El proceso implicó sacrificios. Piezas como “Young Man’s Blues”, “Now I’m a Farmer” o la potentísima “Heaven and Hell” de The Ox quedaron fuera, sustituidos por la instrumental “Underture”: diez minutos de viaje psicoacústico que ofrecen respiro entre las penumbras de la infancia maltratada y la glorificación religiosa posterior. Entwistle también aportó los inquietantes retratos de “Cousin Kevin” y “Uncle Ernie”, personajes basados en abusos reales sufridos por Townshend y que añaden una capa de brutal realismo a la narrativa.
La trama —no siempre lineal y, según el propio autor, improvisada a ratos— comienza con el capitán Walker, dado por muerto en la Primera Guerra Mundial. Su inesperado regreso provoca un asesinato que el pequeño Tommy presencia reflejado en un espejo. Ante el shock, los padres le ordenan: “You didn’t hear it / you didn’t see it” (no escuchaste ni viste nada), mandamiento psicológico que lo deja atrapado en su mundo interior. A lo largo de las cuatro caras de vinilo, Tommy sufre bullying, explotación y terapias fallidas (“Eyesight to the Blind”, “The Acid Queen”), hasta hallar en el pinball una vía de comunicación y fama. Con el éxito llega la devoción de masas (“Sensation”) y un retiro casi crístico en “We’re Not Gonna Take It”, donde sus seguidores se rebelan al descubrir que la iluminación prometida exige demasiado sacrificio. Así, la obra cierra el círculo: del trauma al mesianismo y de ahí a la caída, como si Townshend advirtiera sobre los peligros de cualquier líder que se erige como salvador.
Cuanta relevancia incluso hasta nuestros días, ¿no?
Completado un año después de su concepción, «Tommy» se publicó el 23 de mayo de 1969. Alcanzó el nº 2 en las listas británicas y el 7 en EE. UU., superando los 20 millones de copias hasta la fecha. La prensa se dividió: Melody Maker habló de “nuevo arte mayor”, mientras otros críticos lo tacharon de pretencioso. Con perspectiva, su legado ha sido eclipsado a veces por «Quadrophenia» (1973) o por esos trabajos conceptuales más densos que suelen ser nuestros favoritos; pero pocos LPs han cambiado tanto el tablero de juego.
El disco
Obviamente, no tiene sentido revisar canción por canción un trabajo que tiene más de 50 años y es un clásico del rock. Lo que sí podemos preguntarnos es ¿Por qué «Tommy» sigue funcionando?
Bajo la capa conceptual hay piezas memorables: “1921”, “Christmas”, “Go to the Mirror!”, “Sally Simpson”, “Amazing Journey“, “The Acid Queen“, “Sparks“, la misma “Pinball Wizard“ o “See Me, Feel Me” poseen arreglos inteligentes e inmediatos que cualquier oyente puede tararear sin conocer la trama. Además, la dualidad forma/fondo está resuelta con maestría: los riffs de Pete propulsan las ideas espirituales, mientras el bajo virtuoso de John sirve como segunda guitarra, el desplante de Daltrey en la voz es inmenso, y la batería de Moon traduce la angustia y euforia del protagonista. Otra razón viene dada porque el mensaje central —la necesidad de comunicarnos, de romper espejos impuestos— permanece vigente. En el mundo de hoy, saturado de pantallas y algoritmos, el eco de ese muchacho aislado que encuentra significado en un juego mecánico resuena con total contemporaneidad.
Para The Who, fue el salvavidas que necesitaban: en vivo, la obra tomó dimensiones épicas; el mismo Roger Daltrey terminó de consolidarse como un frontman que influiría enormente en los rockeros rasposos chascones venideros —micrófono cableado girando al viento y pecho desnudo—, y en adelante, la banda encontró un repertorio que unía virtuosismo con teatralidad. Esto era credibilidad musical, y no solamente cuatro tipos tocando pop/rock desafiante para adolescentes rebeldes que prefieren morir antes de llegar a viejos.
¿Quedó claro por qué merece un espacio acá?
La influencia de Tommy se irradió más allá del propio juego de los Who: Pink Floyd, Yes y Genesis asumieron que las narrativas largas podían ser, además de artísticas, rentables. El punk lo repudió por grandilocuente, pero incluso el pop‑punk de Green Day retomó la fórmula con «American Idiot» en el siglo XXI. En Broadway, Ken Russell llevó la historia al cine en 1975 y el propio Townshend la adaptó en 1992 a un musical, usando arreglos orquestales que algunos consideraron excesivos frente a la frescura original.
Podemos decir que Sinatra puso la primera piedra, “SF Sorrow“ dibujó el plano, “Tommy“ levantó la catedral y las bandas conceptuales del prog instauraron la religión. Con sus luces y sombras, abrió la puerta para que el rock osara contar historias largas, explorar lo metafísico sin perder lo rockero y demostrar que la música popular podía aspirar a la “alta cultura” sin pedir disculpas.
Más de medio siglo después, ese eco aún nos invita —nos reta— a escucharlo, sentirlo y, acaso, a vernos reflejados en los pasillos infinitos de su espejo roto.